jueves, 1 de diciembre de 2016

EL AUTOBÚS DE LA MEDIANOCHE - Relato Ganador de la IX edición del Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón

En una zona remota de la Mancha, durante los tiempos de la posguerra, tuvo lugar un extraño suceso cuyos ecos aún resuenan en el folclore popular. Aniceto Contreras, un anciano bondadoso a la par que misterioso, me contó esta historia en la posada de un pequeño pueblo de cuyo nombre, como diría Cervantes, no quiero acordarme. Ambos estábamos sentados en la terraza tomando una taza de té. Ante nosotros se extendían las áridas llanuras que Machado describió tan bien en sus poemarios. Poco antes de que el reloj diera las seis, el sol del atardecer se posó en el horizonte arrasando el paisaje con su candidez incendiaria. Aquel hombre de campo había vivido la mayor parte de su vida en el siglo XX, por lo que la modernidad de las ciudades en la era de internet le era del todo desconocida. De hecho, a sus ochenta y cinco años, parecía desconfiar de cualquier artilugio que no sirviese para trabajar la tierra. He de reconocer que los relatos que me narró aquella tarde fueron realmente entretenidos, todos ellos repletos de humor y sabiduría. Por lo que a mí respecta, había decidido pasar el fin de semana en la soledad de aquellos parajes en busca de una historia que valiese la pena. Y sin duda la encontré cuando Aniceto, que también era una persona muy religiosa, me habló de aquella siniestra leyenda del autobús.        
—Debe usted saber algo, don Manuel: cuando un autobús aumenta bruscamente la velocidad y supera la barrera de los ochenta kilómetros por hora, ya no hay vuelta atrás. Es la maldad personificada la que se sienta al volante. Si alguna vez tiene la ocasión de presenciar un suceso de tales características, espero por su propio bien que usted no sea uno de los pasajeros. De lo contrario, santígüese y rece todo lo que sepa.
Miré sorprendido a aquel anciano mientras sorbía mi taza de té.  
—No le entiendo, señor Aniceto. ¿Por qué me dice eso?
—Porque el conductor será el mismo diablo, y su última parada en el infierno.
Aniceto permaneció sereno. No estaba bromeando.    
—Usted verá pocos autobuses por estas tierras —continuó.  
—Bueno, tiene usted razón —dije—, pero eso se debe a que los autobuses circulan lejos de aquí, por la autovía, y allí sí que alcanzan los ochenta kilómetros por hora, e incluso los superan. ¿No cree?
Aniceto permaneció pensativo unos instantes.
—Creo que no comprende lo que trato de decirle. Aquí no hay autobuses porque nadie quiere subirse a uno. Preferimos la bici o el ciclomotor para desplazarnos. Incluso yo me muevo a veces en tractor. Es más seguro.
—Pero, ¿acaso un autobús no es seguro? —pregunté.
—Mire, hay hechos que nunca podrán ser explicados y que sin embargo son ciertos, tan ciertos como que el sol se pondrá en menos de una hora.
—¿Por qué no me explica esos hechos?
El anciano se quitó las gafas y se limpió los cristales con el pañuelo, se las colocó de nuevo, tragó saliva y me dirigió una mirada en la que vi asomarse algo parecido al miedo. Luego señaló con su dedo índice hacia el paisaje yermo:
—Don Manuel, ¿ve usted aquellas lejanas colinas junto al campo de cereales? Tras ellas se extienden kilómetros y kilómetros de tierras baldías, tierras que no albergan más que un mar de piedras y desolación. Por allí, no ha mucho tiempo que circulaba una antigua carretera comarcal, hoy abandonada y carcomida por la maleza. Aquella carretera era una vía de conexión entre los pueblos de la zona, fue reconstruida después de la Guerra Civil y durante años fue muy transitada. Había pocos coches en aquella época, no como ahora, y es por eso que el transporte público nos era de gran ayuda a todos los habitantes de la comarca. En aquel entonces, el medio de transporte más común en el pueblo, como ya habrá podido adivinar, era el autobús.
—Entiendo. ¿Y por qué ahora no lo es?
—Hubo un hombre que lo cambió todo. Se llamaba Eladio Contreras.
—Veo que se apellida igual que usted. ¿Eran parientes?
—En efecto, es usted muy observador. Eladio era mi tío, y era un auténtico superviviente de la guerra. Eladio había participado durante dos semanas en la Batalla de Belchite. Si no murió allí fue porque Dios no quiso. Le faltaban dos dedos en una mano, tenía restos de metralla y cicatrices por todo el cuerpo. Sin embargo, la cicatriz más grande que le dejó la guerra quedó grabada en otro lugar: en su corazón.
—Entiendo. Fue muy dura la guerra —dije.
Hice aquella afirmación como si yo mismo la hubiera vivido en mis propias carnes, y me sentí avergonzado por un instante. Entonces vi como Aniceto se emocionaba, humedeciendo los ojos.
—Nos lo contó la misma noche que regresó al pueblo. Yo era un niño de apenas diez años, pero aún recuerdo su rostro pálido como el de un fantasma. Nada más entrar en casa se echó a llorar en el suelo de la habitación. Mi padre le ayudó a tumbarlo sobre el camastro. Cuando se tranquilizó estaba temblando. El destino había sido cruel con él.
—Todas las guerras son crueles.
—No hasta ese punto. Cuando matas en el campo de batalla matas por la patria, matas por unos ideales. Pero Eladio tuvo la mala fortuna de acometer un acto atroz y deleznable. Durante la toma del pueblo, tras los bombardeos de la aviación republicana, comenzaron los combates casa por casa. Él se vio involucrado en uno de ellos. Mientras perseguía a un soldado franquista al que se la tenía jurada, se introdujo a oscuras en el sótano de una vivienda. Al bajar por las escaleras escuchó unos gritos. Mi tío, asustado, abrió fuego a discreción con su fusil de asalto. Disparó hasta vaciar el cargador. Poco después, el soldado franquista, que por lo visto aún vivía, encendió su linterna y alumbró la estancia. El panorama que encontró allí fue aterrador. Una docena de niños acurrucados en el suelo, sangrando, malheridos. ¡Muertos!
Me quedé callado, aturdido ante aquella historia tan cruel.  
—¿Qué pasó después? —pregunté.
—Eladio soltó el fusil y cayó al suelo de rodillas.
—¿Y por qué no aprovechó el soldado franquista para matarle?
—Porque le hubiera hecho un favor. Eso es lo que mi tío hubiera querido, morir allí y descansar para siempre junto a aquellas pobres almas. Pero no, el soldado franquista le miró fijamente a los ojos y le dijo una frase que bien pudo tratarse de una maldición: “vivirás, vivirás para que el resto de tus días sean un infierno”. Eladio logró salir con vida de Belchite. Después de aquella desgracia regresó aquí, al pueblo, e intentó suicidarse en dos ocasiones, sin éxito. La soga en el árbol se rompió, y la bala se encasquilló.
—Por lo que usted me cuenta, Eladio combatió en el ejército republicano. Siendo así, ¿cómo consiguió permanecer en el país después de finalizada la guerra? ¿Cómo pudo regresar aquí a Castilla sin ser cazado y ajusticiado por la guardia franquista?
—Gracias a la familia, que habíamos sido fieles a la causa nacional. Nosotros fuimos capaces de ofrecerle protección. Si no llega a ser por la ayuda de la familia, su lealtad a la República le hubiera llevado directamente a una cuneta.
Me encendí otro cigarro y contemplé el sol rojizo, que brillaba más bajo. 
—Es una historia que pone los pelos de punta.
—Pues no ha hecho más que empezar.
—Siga, por favor.
—Usted se preguntará qué tiene que ver este episodio con lo que le explicaba anteriormente. Pues bien, es fácil de entender. Eladio, tras la guerra, se estableció aquí, en el pueblo, a salvo con su familia. Aquí ya no tuvo tiempo para pensar en las ideas del rojerío. Bastante hizo al seguir viviendo con aquella pesada carga sobre su conciencia. Gracias a mi padre, que en paz descanse, consiguió un empleo que le permitiría vivir con una cierta normalidad. Aquel empleo era, como usted ya podrá imaginar…
—Déjeme adivinar. ¿Conductor de autobús?
—Así es. Como le digo, el autobús fue un medio de transporte habitual durante la posguerra. Cada día salía uno desde la Plaza Mayor, frente al cuartel —dijo, señalando con el brazo hacia el interior del pueblo—. Eladio había conducido una camioneta durante la guerra, sabía llevar bien un volante, así que no tuvo ninguna dificultad en pasar las pruebas e incorporarse al trabajo. El problema surgió cuando acudió a su puesto el primer día.  
—¿Qué ocurrió?
—Imagínese. Vino a trabajar ilusionado, con la intención de comenzar una nueva vida y dejar atrás tanto dolor y sufrimiento. Y sin embargo, lo que hizo fue reencontrarse con su triste y oscuro pasado. Imagínese su cara cuando subió al autobús y vio a una quincena de niños sonrientes sentados en las butacas, esperando su llegada. El autobús escolar. Su trabajo consistía en conducir el autobús escolar. Velar por unos pobres niños como los que había asesinado. El destino puede llegar a ser muy cruel con algunas personas. En aquel entonces este pueblo no tenía colegio propio, por eso los niños de las familias vencedoras que podían permitirse el lujo de estudiar iban en autobús al colegio de frailes de la ciudad.
—Pobre, me imagino su angustia.
—Imagina usted bien, don Manuel. Aquella misma noche volvió a casa abatido. La expresión de su rostro era exactamente la misma que al regresar de la guerra. Sufría de una palidez mortal y su cuerpo temblaba. Nos dijo que no podía aguantar tamaño castigo. Quería abandonar, pero entonces hubiera dejado en muy mal lugar a mi padre, que fue quien le recomendó. Así pues, Eladio no tuvo más remedio que cargar con su pena y acudir a trabajar al día siguiente. Pero al tercer día, nadie más supo de él.  
—¿Por qué?
—Porque jamás regresó.
—¿Cómo que no regresó? ¿Dejó el trabajo? ¿Se escapó?
—Nunca más supimos de Eladio. Al menos mientras estuvo vivo. Al tercer día desapareció sin dejar ni rastro. Y lo peor es que en su camino al infierno arrastró de nuevo a más almas jóvenes, almas inocentes.
Abrí los ojos de par en par. 
—¿Se refiere a los niños del autobús?
—Me refiero al autobús entero. Desapareció. Se lo tragó la tierra.
—Pero eso es imposible. A algún lugar irían a parar. ¿Acaso no se investigó una desaparición así? ¿No salió en los periódicos? ¿No se encontró el autobús?
Aniceto negó con la cabeza, con aire melancólico.   
—Nunca los encontraron. Aquellos niños jamás regresaron a sus casas. Y el autobús no apareció por ninguna parte. Las autoridades hablaron de una conjura de los rojos, se dijo incluso que fue cosa del maquis, pero en el pueblo nunca lo creímos.
—¿Y nunca descubristeis nada acerca del paradero de Eladio?
Aniceto volvió a hacer una larga pausa. Luego carraspeó y asintió levemente.  
—Fue justo cuando se cumplió un año de la desaparición. Una tarde como la de hoy, antes del ocaso, un pastor dirigía su rebaño por la vereda en plena trashumancia. Al pasar cerca de la antigua carretera comarcal, a lo lejos, vio algo. Al principio pensó que se trataba de un reflejo del sol poniente, luego descubrió que no, que algo se acercaba a gran velocidad por la carretera levantando una densa nube de polvo. Aquel pastor no era del pueblo, solo estaba de paso, pero su testimonio no dejó lugar a dudas: había visto un autobús gris que circulaba sin ningún control. El vehículo aceleró al máximo en una recta del camino, y al llegar a la curva, en lugar de aminorar la marcha, aumentó la velocidad hasta salirse de la carretera. Cuando se adentró en tierra el autocar comenzó a tambalearse por la pendiente, sin dejar por ello de acelerar. El motor rugía como una fiera en pleno ataque, mientras sus ruedas pinchadas se deshacían entre las rocas. Dejó tras de sí un rastro polvoriento que se perdió en la lejanía. Desde entonces, aquel autobús ha sido avistado en cientos de ocasiones. Algunos testigos afirman incluso haber visto la tierra abrirse en dos y tragarse aquel amasijo de hierro junto a sus desgraciados ocupantes. Otros dicen que en las frías noches de invierno se oyen lamentos de horror entre los campos, lamentos áridos como la tierra y desconsolados como los de un niño. La leyenda popular cuenta que si te cruzas el autobús antes de la medianoche, alguna desgracia está a punto de ocurrirte. De hecho, muchos son los que han muerto tras su avistamiento, incluido aquel buen pastor, tal como nos contó su hermano durante la trashumancia del año siguiente.   
La historia de Aniceto me había dejado tremendamente impactado, pero no llegué a creérmela del todo. Sin duda, a su tío le había pasado algo terrible durante la guerra, pero de ahí a pensar que había terminado conduciendo un autobús fantasma que a menudo se les aparecía a los vecinos del pueblo, hay un abismo. No obstante, como historia fantástica me parecía perfecta, tenía mucha fuerza.
A las siete y media, cuando la noche cerrada cayó sobre nosotros, me despedí de Aniceto agradeciéndole su tiempo y me dirigí al coche con la intención de llegar al hotel de Albacete antes de las diez. Era un largo trayecto. El anciano intentó convencerme para que me quedase a dormir en la posada del pueblo, pues según me dijo no era prudente conducir en noche de luna llena. Supersticiones, me dije a mí mismo. Aniceto me ofreció incluso su casa, pero rechacé su oferta alegando que ya había reservado una habitación en el hotel. Así que caminé hasta el solar donde había aparcado, arranqué el coche y conduje hasta las afueras. La oscuridad de los pueblos de Castilla me pone los pelos de punta. El alumbrado de las calles es mínimo, solo los faros del coche y la luna me daban una cierta perspectiva del lugar dónde me encontraba. Tomé la vía de salida del pueblo y circulé por ella. Durante diez minutos no vi nada, solo un monótono campo de cereal que acabó transformándose en un solar de piedra. Al final del camino me topé con una señal de stop oxidada y me detuve. La carretera me obligaba a cambiar de dirección hacia la izquierda, y eso es lo que hice. Aceleré y seguí el rumbo, pero a pesar de ello el paisaje no mejoró. El estado del asfaltado era pésimo, con abundantes baches, zanjas y agujeros rellenos de gravilla. Pasado un cuarto de hora descubrí que me había perdido de la forma más tonta. Me puse nervioso al comprobar que no tenía cobertura en el teléfono móvil, y mi GPS, por su parte, no hacía más que calcular una y otra vez la ruta sin éxito.
Y fue entonces cuando divisé dos luces brillantes por el retrovisor. Al verlas me sentí aliviado, eso significaba que yo no era el único ser vivo que pululaba por la oscuridad de aquella carretera. Aunque bien mirado puede que sí lo fuera. Las luces se encontraban aproximadamente a un kilómetro de distancia, pero se acercaban a mí a gran velocidad. De hecho, en un abrir y cerrar de ojos las tuve detrás. Mi intención era pedirle ayuda al conductor de aquel vehículo para salir de allí. Y así lo hice: reduje la velocidad y bajé la ventanilla para hacerle una seña con el brazo. Sin embargo, cuando aquel vehículo pegó su parachoques delantero contra el trasero de mi coche, supe que no debía pedirle ayuda, sino huir de él como alma que lleva el diablo. 
      Aceleré. Los faros de aquel vehículo brillaban con una intensidad cegadora, bañando el salpicadero de mi Ford con una luz blanquecina y antinatural. Circulábamos a más de cien kilómetros por hora, pero aquel chiflado me sacudió por detrás con su gigantesco morro de hierro. En esos momentos no podía pensar con claridad, las manos me temblaban al volante, al igual que el resto del cuerpo. Pisé fuerte el acelerador, pero él también lo hizo. El morro de aquel cacharro volvió a impactar con fuerza sobre mi parachoques trasero, provocando una violenta sacudida que me dejó sin respiración. Sentí que estaba siendo arrollado, y entonces mi cerebro tomó una instintiva decisión: di un volantazo y me salí de la carretera. Por unos instantes perdí el control y me tambaleé violentamente por el mar de piedras hasta que mi coche se detuvo. Mientras el airbag saltaba, giré la cabeza con rapidez y miré hacia la carretera. Durante unas milésimas de segundo, la luna alumbró un amasijo de hierro gris perdiéndose en la oscuridad.